Charlie tenía un pequeño gato negro llamado Little Black Jack. Era su único compañero de juegos y un amigo fiel que le acompañaba allá donde fuera. Cuando Charlie iba al colegio, Little Black Jack se metía dentro de su mochila sin que nadie le viese y se quedaba acurrucado para así luego poder hacerle compañía en los recreos y jugar un rato, pero la madre de Charlie, antes de salir de casa, siempre lo pillaba ahí escondido y lo sacaba sin que el pobre gato pudiera hacer nada más que maullar. Definitivamente, Little Black Jack era un gran gato, inteligente, bueno y juguetón, por eso cuando murió atropellado por un camión, Charlie lloró y lloró durante veinte días y sus respectivas noches.
El pobre niño nunca había tenido amigos con quien jugar. Siempre había sido un bicho raro para todos los demás niños del vecindario, y el hecho de que no le gustara jugar al futbol acrecentaba rumores estúpidos e irracionales sobre su persona. En el colegio, Charlie era el blanco de todos los capones, collejas, calbotes, estirones de orejas, levantamientos de calzoncillo… No era precisamente un chico popular. Cuando sus padres le regalaron por su quinto cumpleaños al pequeño gatito negro con ojos verdes, Charlie, comprendió que esa pequeña mascota era mucho más que una bola de pelo con bigotes y uñas afiladas. Ese pequeño gato iba a ser su mejor y único amigo, y así lo fue durante cuatro años hasta que aquel fatídico día, Little Black Jack se escapó de casa para ir a buscar algo de comida y le pasaron por encima las ruedas de un enorme camión. En ese momento Charlie estaba en el colegio. Cuando llegó a casa sus padres estaban llorando y junto a ellos estaban dos agentes de policía, tres médicos forense, dos veterinarios, un cirujano de urgencias, el cartero, el lechero, veinticinco perros de la zona, otros tantos gatos que eran amigos de él, los repartidores de periódico locales, una vaca, cuarenta pájaros y el presidente de la comunidad que venía a darnos el pésame. Todos querían a Little Black Jack porque era el gato más simpático del mundo. Charlie, que vio todo ese alboroto no se imaginaba lo que había sucedido pero pronto lo averiguó por boca de su padre.
-Charlie, tenemos que decirte una cosa. – dijo su padre con los ojos llenos de lágrimas.
-¿Qué ha pasado, papá? – preguntó Charlie inocentemente, pero a su vez preocupado porque veía a sus padres llorar.
-Verás… Little Black Jack…
-¿Dónde está? – dijo Charlie
En ese momento, su madre lo cogió en brazos y conteniendo las lágrimas le dijo:<
>. Charlie no dijo nada, no fue capaz de decir absolutamente nada porque no comprendía nada, simplemente se bajó de los brazos de su madre que ya empezaba a sollozar como una niña, y dejando la abarrotada sala subió las escaleras para encerrarse en su habitación para siempre. Pasaron los días y Charlie no salía de su habitación. No comía, no dormía y no bebía más que sus propias lágrimas. Las paredes de su cuarto en las oscuras noches de locura y dolor se doblaban formando extraños ángulos, indescriptibles para una mente racional, los colores se mezclaban dando lugar a nuevos tonos dentro de la propia penumbra, el armario vomitaba sangre desde sus entrañas acristaladas y en el fondo de éste, un túnel se abría hacia la dimensión de las pesadillas más tenebrosas donde una niña de rizos dorados jugaba a la pelota con una calavera y muchos monstruos más. Pero un día, a Charlie se le secaron las lágrimas. Había llorado tanto que le había salido moho en los párpados, y ya no le quedaban lágrimas que llorar por su gato, así que decidió leer un rato uno de los muchos libros que tenía en la estantería con la intención de que se le volviera a rellenar el depósito de las lágrimas. Los títulos eran poco sugerentes, y la verdad es que a Charlie no le gustaba demasiado leer, pero sin pensarlo mucho comenzó a contabilizar los catorce libros y tres cómics que tenía: El capitán América número 346, La Masa número 28, Dragon Ball serie blanca número 40, Un Yankie en la corte del rey Arturo, Cien mil leguas de viaje submarino, Viaje a la luna, Babar en el Laberinto, El señor de los anillos con sus tres tomos, el Silmarilion… Habían muchos que ni siquiera sabía que estaban ahí porque se los habían regalado por su cumpleaños y tal como salieron del paquete fueron a parar a la estantería para coger polvo por los siglos de los siglos. Sin embargo, había uno que le llamó la atención enormemente: Frankenstein de Mary Shelley, adaptado por Richard Burton e ilustrado por Peter Waters. Charlie comenzó a leérselo enseguida. Ya había oído hablar de ese libro pero nunca se interesó por él porque no lo creía demasiado interesante. Ahora las cosas habían cambiado, y después de leerlo con la avidez de un hambriento que devora un chusco de pan, levantó los ojos del papel y con un <<¡Eureka!>> salió corriendo de la habitación donde había estado recluido durante tanto tiempo para ir en busca de una pala y una bolsa de la basura. Pero había un problema, no sabía donde habían enterrado a Little Black Jack así que fue a preguntárselo a sus padres. Ellos, al ver que por fin su hijo había salido de su habitación se pusieron tan contentos que no dieron importancia al hecho de que llevara consigo una pala de excavar y una bolsa de basura grande, y le dijeron que el difunto gatito estaba enterrado en la parte trasera del jardín. Charlie se fue a ese lugar sin pensarlo un segundo, cogió la pala con ambas manos y de repente se dio cuenta de que estaba a plena luz del día y que muchos vecinos le estaban observando, así que guardó todo detrás de los geranios y se volvió a casa a esperar que llegara la noche.
(continuará)
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