jueves, marzo 27, 2008

El dormido de la montaña (sexta parte)



Cuando cogí el teléfono sabía que nada bueno iba a salir del auricular. Por una vez en la vida, no me equivoqué.

- Pero, ¿quién coño te has creido que eres? -gritó desde el otro lado del teléfono.

- Tranquilizate. ¿Qué te ocurre? - le respondí intentando serenarla

-¿Que qué me ocurre? Me acaba de llegar una notificación del seguro diciendo que mi coche está siniestro total y que no se hacen cargo de la reparación. ¡Y encima tienes la maldita cara dura de decirme que qué me ocurre! -gritó todavía más alterada.

Llegados a este punto he de hacer una pequeña aclaración. El coche que estrellé para evitar que me mataran en la autopista era de Nuria. Después de una gran discusión decidimos tomarnos un tiempo para ordenar nuestras vidas, y ella aceptó a regañadientes dejarme su coche para que yo pudiera trabajar hasta que pudiera comparme uno. Iba a ser algo de unos días que al final pasó a ser de varios meses.

-Solo te puedo decir que no fue por mi culpa -le dije con las pocas palabras que me quedaban

-Me da igual si fue o no por tu culpa. Lo unico que me importa es que me pages el coche.

-Lo haré, no te preocupes -y colgué el telefono.

Salí de aquella casa mugrienta sin saber muy bien qué estaba haciendo en aquel pueblo perdido de la mano de Dios y si los pasos que estaba dando me llevaban a algun camino concreto. Ahora, además de haberme enemistado con media población del mundo tendría que pagar un coche nuevo para Nuria y para colmo de males, Vicky se había largado sin dejarme tan siquiera una nota de despedida. Así que decidí dar el último paso y dejarme de tonterías. Era el momento de subir a ver qué se cocía en aquella montaña repleta de gilipollas. A ver si con un poco de suerte, yo tambien me quedaba allí para siempre y se acababan mis problemas.

Comencé a caminar a traves del pueblo maldiciendo cada una de sus calles teñidas de rojo teja por el polvo que desprendía las montañas arcillosas del sur. Me abrumaban las caras de extrañeza que veía en todas las puertas de las casas bajas al más puro estilo mediterráneo, hasta el punto que comencé a escupir en el suelo para quitarme la sención de angustia.

Y entonces.... ¡hostia, mi jefe! voy a seguir currando.

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